Emotiva despedida a un amigo y evocación de un tiempo sin juguetes pero con juegos

Felix Peyre
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Seguramente muchos lectores al leer este homenaje a Fernando J. Gortari, cultor de las cosas nuestras recientemente fallecido, realimentarán el goce de una época inolvidable. Los ingeniosos juegos en calles de tierra. Un placer compartir nostalgias escritas por Roberto F. Rodríguez.



La temprana partida del convecino Fernando Javier Gortari motivó una emotiva despedida por parte del periodista y escritor, Roberto F. Rodríguez, amigo de la infancia. Sentida evocación de la niñez sin juguetes pero con juegos. Pelota de trapo, bolitas, captura de mariposas, carritos a bolilleros, junto al recuerdo de los vecinos de la cuadra donde vivió uno de los ídolos pehuajenses, Jorge Eduardo Farabollini.


Cuando un amigo se va


Cuesta despedir a un amigo que ha partido de improviso, sorprendiendo a todos en su acto final en esta tierra. Un acto tan circunspecto como su vida misma, cargado de respeto, porque así se lo enseñaron sus mayores. Ello no significa que fuera callado, sino que fue de esos hombres a los que les cuesta lastimar el silencio y solo lo hacen cuando tienen algo útil que decir, sea para dar una opinión valedera o para dibujar una sonrisa en los labios de sus interlocutores.



Un verso, una palabra, una historia hecha canción, una efeméride y alguna anécdota graciosa de su inagotable acervo personal, eran moneda corriente en su vida y llegaron a la gente en las peñas o a través de los micrófonos de la radio, cuyos programas folklóricos supo animar con su presencia.

Créanme que demoré demasiado en reaccionar porque me costaba salir de tan infausta sorpresa. Pero la realidad decía que el pasado martes 12 del actual dejó de existir Fernando Javier Gortari, un viejo amigo de mi infancia.

Con algunos años menos que yo, crecimos juntos en la primera cuadra arenosa de la calle Gutiérrez, antes que el asfalto articulado terminara con nuestros juegos callejeros. Y cuando nombro a esa cuadra me refiero a la comprendida entre la entonces avenida Rivera Indarte (Hoy Presidente Perón) y José Manuel Estrada.



Es cierto que por una sencilla proximidad en edades mi mayor trato estaba con su hermano Osmar, “el Omar” para nosotros, pero Fernando, apodado “Tata”, se podía contar dentro de una no muy extensa franja etaria que nos comprendía y nos hacía protagonista de las mismas aventuras infantiles.

Una pelota, de cuero o de medias, nunca faltaba, aunque para la mayoría de nosotros fuera un objeto complicado de dominar, pero intentábamos divertirnos en ese denso arenal de la calle, jugando a lo largo y con arcos imaginarios señalados apenas por dos montículos de prendas de vestir que, más de un arquero vivillo, aprovechando alguna distracción general, solía correr hacia adentro achicando las dimensiones de la supuesta valla.

La bolita sobre las veredas de tierra eran número fijo en las distintas épocas que tenía cierta preeminencia durante el año. Las figuritas también tenían su tiempo. Y las soleadas siestas veraniegas solían encontrarnos -previo escapar del control de nuestros padres– cazando mariposas a puro golpe con una vara de paraíso con muchas ramificaciones, pero sin hojas. Horas pasábamos moviéndonos en el medio de la calle esperando la andanada de mariposas para derribarlas y luego guardarlas como trofeos en un frasco de vidrio con tapa a rosca, de los que había en todas las casas. Buscar la mariposa blanca o la que decían llevaba impreso el número de la suerte en sus alas, era todo un desafío y no cesábamos en el sueño de capturarlas. Nunca lo conseguimos.

La tierra de la calle nos impedía armar los clásicos carritos de bolilleros, divertimento tuerca reservado exclusivamente para el pavimento y vedado para quienes solo podíamos levantar polvareda. Pero ello no era obstáculo para el ingenio popular porque utilizando las ruedas traseras de algunos triciclos abandonados en el olvido, o incluso de aquellos cochecitos para llevar a los bebés que se utilizaban en los años ’50 y ’60, y de los que solo quedaban restos, extraíamos dichos rodados y armábamos, con algunas maderas, nuestro prototipo. Naturalmente era un vehículo de tracción a sangre, el cual era abordado por uno de nosotros como piloto y el resto se ubicaba detrás y empujaba a toda velocidad. Obviamente que la diversión llegó a ser mayor cuando pudimos armar otro carro y fue posible competir. Claro que con el cuento de que la calle es libre y la vereda es pública, pretendíamos apropiarnos de espacios a modo de invasión, lo cual siempre chocaba contra la protesta justificada de algunos vecinos y la reprimenda de nuestros padres.

Muchos juegos compartimos entre amigos en aquella añorada infancia donde la falta de muchas cosas la suplíamos con una tupida imaginación, logrando que una media rellena de trapo fuera un fútbol, una madera sobre cuatro ruedas viejas de triciclo se transformara en un turismo carretera, un trozo de madera llegara a ser un Winchester a repetición que nos permitiera encarar bien armados el juego de cowboys en los terrenos baldíos de la cuadra, y un pedazo de rama de palmera pudiera convertirse en un galeón pirata capaz de surcar los indómitos mares que los regalaban las lluvias dejando aguas estancadas sobre las márgenes de la calle.

Después, cada uno era dueño de sus travesuras y distracciones. Porque éramos distintos y nos atraían diferentes cosas. Pero recordar a Fernando es volver a verlo con su inmensa devoción por los caballos y un infinito amor por el sentir del gaucho argentino como emblema de la tradición nacional.



Crecimos y aunque tomamos caminos diferentes, no perdimos contacto. Algunos saludos en la calle y mensajes a través de las redes sociales nos mantuvieron cerca pese a lo lejano de aquella infancia maravillosa de la que solo quedan gratos recuerdos, aún cuando el hábitat en que crecimos haya cambiado notablemente su fisonomía. Porque hoy todo es distinto. Y si nuestra mente guarda alguna vieja postal de aquella cuadra como era entonces, comprobaremos que ya casi no existe tal como fue. La casa de Maruca, la peluquera; la de los padres de Fernando y la de mis viejos, son las únicas tres que mantienen el mismo frente de fines de los años ’60, resistiéndose al paso del tiempo sobre una de las veredas. El progreso o la vida, se llevaron el resto. La casa de los Luna con el ligustro al frente, el alto tapial de la casa de doña Juana Zoppi, paredes cuyo revoque salpicado disuadía cualquier intento de roce contra las mismas, la casa de Jorge Farabollini, a quien no conocimos, pero sí a su madre, doña Nazarena, y la antigua escobería abandonada de los Rodríguez, en la esquina. En la vereda de enfrente el cambio fue mayor, aunque es cierto que había muchos terrenos libres en aquel tiempo. Solo la casa de Brola, en la esquina con la avenida, se conserva. No está la frondosa ligustrina de don Diez, ni la casa de doña Benedicta, o la especie de vecindad que tenía Tempio sobre la esquina con Estrada, donde vivía su amplia familia y algunos inquilinos. Todo se fue con el tiempo.

Sin embargo, cuando la memoria, castigada por el inexorable paso de los años, nos devuelva algunas de aquellas imágenes barriales, difuminadas a contraluz de los recuerdos, la figura del querido Fernando aparecerá siempre sobre nuestra cuadra de la Gutiérrez, cruzándola a paso cansino y luciendo con orgullo las pilchas gauchas cuyo brillo nacía de su buen corazón. Un corazón que el pasado martes detuvo su marcha para siempre, dejando un vacío muy grande en la vida y un intenso dolor en nuestras almas. ¡Descansa en paz, querido amigo de mi infancia!

Roberto F. Rodríguez.

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