El pastor de cabras

Felix Peyre
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Tres o cuatro cabras pastando mansamente en los baldíos aledaños al terraplén de las vías del ferrocarril, dando a ratos graciosos brincos, parecían niños jugando a la mancha. Allí cerca de ellas, un anciano apoyado en un bastón, las vigilaba para evitar que se alejaran del lugar. Aquel anciano me producía una rara impresión.

A veces, con mis hermanos y mis amigas del barrio, solíamos llegar hasta aquel terraplén, donde jugábamos a quién lo trepaba más rápidamente; para lo cual tomábamos carrera a distancia -ya que la subida era muy alta y empinada- de unos tres o cuatro quizás.

Casi siempre, jugando así, nos encontrábamos con aquel anciano: el viejo de las cabras, como todos lo llamaban.

Yo solía quedarme mirándolo intrigada. Muchas veces pensé si sería mudo; pues nunca le había oído articular palabra. Él no hablaba con nadie; simplemente pasaba las horas vigilando sus cabras, apoyada su encorvada silueta en aquel bastón que, por indispensable, parecía una prolongación de su brazo. En su rostro inmutable, sus ojos parecían otear el infinito.

Una vez que lo vi bastante de cerca, me impresionaron sus ojos que recuerdo claros casi grises, de un color desvaído... como su raído sobretodo gris, que parecía formar parte de su anatomía.

Recuerdo nítidamente aquella mirada que parecía venir desde muy lejos y proyectarse más lejos aún —único signo de vida en aquel rostro tan inexpresivo y enjuto, enmarcado por gris guedeja hirsuta, como su larga barba que le confería aspecto de santón. Debido a que caminaba tan encorvado, la punta de su barba llegaba a la altura de sus rodillas.
¡Pobrecito! —decía yo para mis adentros— ¡Qué expresión tan triste tiene! Seguramente debe sufrir mucho ¿No tendrá nada de familia? Hermanos, primos, hijos... ¿Cómo habrán sido sus padres?

Mis escasos años protegidos en el seno de mi familia, no podían comprender la triste soledad de aquel hombre. ¿Por qué estaría así? Me preguntaba a mí misma una y otra vez y me daba más pena aún, pensar que tuviera hambre o frío. ¡Pobrecito!

Hasta que un día, -de una conversación de mayores que giraba alrededor de su vida- casualmente alcancé a captar algo, apenas algo; pues entonces nuestra educación difería mucho de la de ahora y a los niños no se nos permitía escuchar ni intervenir en las conversaciones de los adultos.

Ese algo que escuché al pasar quedó dando vueltas en mi mente.

Ellos hablaban de que una desilusión de amor había determinado la desgracia de aquel hombre. ¿Cómo era posible?, me preguntaba yo. ¿Cómo el amor podía causar tanto mal? ¿Acaso yo no era feliz porque amaba a mis padres y a mis hermanos y ellos me amaban a mi? Claro, eso lo entendería con el pasar de los años. Pocos años más tarde, siendo ya una adolescente, tuve la suerte de conocer un capítulo más completo de aquella historia.

Así me enteré de que aquel ‘viejo de las cabras’, había sido en sus mocedades, un hombre bien parecido y próspero comerciante.

Según decían una tarde en que se hallaba atendiendo su negocio, le llegó una carta que -al leerla- se fue alterando su expresión, hasta que con el rostro completamente demudado, abandonó su negocio, salió a la calle sin que nadie supiera adónde iba y ya nunca más volvió.

A partir de ese día nadie volvió a verlo ni a saber más nada de él; hasta que muchos años más tarde volvió a la ciudad, convertido en un despojo humano en el que costaba reconocer al hombre que había sido.

Desde entonces se lo vio siempre cerca de las vías del ferrocarril, pastoreando aquellas cabras que quién sabe dónde las había conseguido y que eran su única compañía; algunos decían que dormía sobre los bancos de la estación y a veces se lo veía dormitando acurrucado contra el terraplén, bajo el puente de las vías, apenas protegido por su raído sobretodo gris.

La gente decía que aquella carta desencadenante de la tragedia tenía algo que ver con una novia que tenía entonces, pero nadie sabía a ciencia cierta qué había pasado y aquello fue un misterio nunca develado. Por lo que las razones de su desdicha, serán una eterna incógnita para mí como para toda la gente que lo conoció. Tal vez solamente quien escribió aquella carta sabrá la verdad.

Yo sólo recuerdo a un viejecito muy flaco, cuya mirada perdida parecía condensar toda la tristeza de la humanidad.

Siempre tuve la impresión de que había sido un hombre bastante alto, al que los pesares habían agobiado tanto, doblegando su espalda de tal manera, que se me antojaba una caricatura de Hércules cargando el mundo sobre sí, apoyado en su bastón para poder soportarlo, mientras pastoreaba su ínfimo rebaño, como aquel pastor de almas que una vez ofrendó su vida para redimir a la humanidad.

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