Al ritmo del cencerro

Felix Peyre
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Como tarea adicional a su trabajo en el campo, fue jinete y tropillero. Sus caballos se lucieron en muchos campos de jineteada. Siempre estuvo presente en manifestaciones ligadas a nuestras costumbres y tradiciones. El hábito de honrar “lo nuestro” hace bien.



Huver Irigaray (77), alejado de las tareas rurales y del esparcimiento criollo, recuerda satisfecho su paso por estancias de la zona y sus vivencias como jinete primero, y como tropillero, después.

“Estuve cuarenta y tres años de encargado en los campos de Arrechavaleta e Inchauspe, estancias Cecilia Centro, Cecilia Sur, La Madrugada, La Oración”, reseña y evoca la intensa tarea que había que asumir en extensiones de 7.600 hectáreas y con 12.000 cabezas de vacuno.

Pero en forma simultánea, Irigaray se hizo jinete y se identificó con ese mundo tan apegado a las costumbres criollas. “En la estancia empecé a jinetear, cuando tenía 23 años. Fue mi apogeo. Hasta los 37 años estuve jineteando. Después empecé con la tropilla, llegué a tener casi cien caballos de doma”.

TROPILLA “EL CENCERRO”
Si bien como jinete se hizo presente en muchos campos de la zona, su tarea como tropillero alcanzó trascendencia. La bautizó “El cencerro” y le dio múltiples satisfacciones. A propósito sostiene: “No es fácil formar una tropilla. Y hoy menos. En aquel tiempo uno alquilaba veinte cabellos o treinta y ahora no porque tiene que ir con dos caballos. Cuando empezaron a pedir dos caballos por tropillero, dejé. Fue en el año 1988 y vendí la tropilla”.

Al referirse a la integración de una tropilla remarca aspectos fundamentales a tener en cuenta. “Para formar una tropilla hay que comprar caballos. Yo compraba caballos de potro y es más fácil para sacar un caballo bueno y no pagarlo tanto después. Hay que prepararlo mucho al caballo. Hay padrillos que dan crías malas y hay otros que crías mansas. Y el que da crías malas es el que sirve, y yo en la estancia El Grillo tenía buenos padrillos, algunos criollos y otros mestizos, y los cruzaban y así salían caballos grandes, lindos de cuerpo, y eran todos buenos, entonces pocos caballos salí a comprar”.

“BUENOS CABALLOS”



Huver tiene bien clara la diferencia entre jineteada y doma. Su experiencia es notoria: “Jinetear y domar no es lo mismo. Capaz que un hombre que no es jinete y doma muy bien. Hoy en dos o tres meses doman un caballo, y en ese tiempo no se puede domar. Al caballo hay que enseñarle bien muchas cosas”, comenta y observa sobre la mesa pilas de fotos que reflejan distintos momentos.

Ha vivido y compartido fiestas criollas de todo tipo. “He andado por muchos lados. Cuando eran joven, de recién casado, nos íbamos con mi señora a la jineteada de Gargiulo, en La Valeria en 1968. Monté ahí en la fiesta, se hablaba de ochenta mil personas. Uno andaba todos los domingos”.

Fue invitado en alguna oportunidad al festival de Jesús María pero “no fui”, dice Huver y acota que “había mucho trabajo por todos los lados con los caballos. Hoy es un honor mirar y ver todo lo conseguido. Estoy muy contento, a la tropilla la disfruté. Yo no iba por el asunto monetario, me gustaba ir a algún lado y que los caballos corcovearan. Y los míos corcoveaban y bajaban tanto que me preguntaban si les ponía pichicata. Pero nunca hice eso. Mis caballos eran buenas máquinas”.

Resulta llamativo que cada pingo tiene su nombre. Los que conformaban la tropilla El Cencerro, en su mayoría tenían nombre. Y generalmente por determinados detalles o motivos. “Me acuerdo de una yegua zaina que tenía. Lo invité a un amigo a que la montara y lo desmayó. Le puse de nombre La Noqueadora. Siempre hay un motivo para el nombre. Tantos caballos tuve que a veces no me acuerdo”.

Y al hacer memoria aparecen recuerdos, montas memorables y los nombres de montadores. “Muchos jinetes se lucieron con mis caballos. Elpidio Martínez, el Coty Segovia, el Negro Miguel García, Osmar Rosas, el Negro Devigo, hombres muy de a caballo”, quienes recogieron ovaciones con los pingos de “El Cencerro” de Irigaray.

SALUDOS Y RECUERDOS



En la actualidad, ya retirado de los campos de jineteadas, de los encuentros de gauchos, de los desfiles gauchescos que también lo tuvieron como protagonista, Huver igualmente sigue vinculado a ese mundo de tradición y coraje. “Voy cada tanto a las fiestas. No mucho, pero muchas veces voy y la muchachada viene a saludarme después de tanto tiempo”.

Los tiempos cambiaron pero la actividad sigue vigente, con otros matices. “Ahora sucede que se hacen las fiestas grandes, no como antes que cualquiera se largaba a hacer jineteadas. Ahora quedan las fiestas nacionales, con buenos premios y una muchachada que se dedica a eso nada más. En cambio en aquella época para juntar treinta hombres tenías que mandar programas para todos lados”, señala al marcar las particularidades de un tiempo y otro.

Lo importante que esta vieja tradición está latente. Y cuando faltan horas para un nuevo 10 de noviembre, Huver Irigaray, el jinete, el tropillero, contempla fotos de distintas épocas, los premios y distinciones obtenidas y valiosas colecciones de cosas criollas. Es parte de su vida, es un patrimonio de imponderable valor, tan grande o mucho más que los afectos y amistades que cultivó en esos ámbitos donde honrar lo nuestro, es una de las hermosas maneras de hacer patria.

Su esposa, lo acompañó en forma permanente. “Lo he vivido muy bien, siempre lo acompañé a todos lados que pude. Pocas veces me quedé en mi casa. Así que con mucha alegría, quería muchísimo a los caballos. Me dio mucha pena cuando vendió la tropilla, pero todo tiene un tiempo. Los domingos teníamos caballos en dos o tres partes distintas. Lo más lindo de todo es todas las amistades que nos quedaron. Cuando los montadores y la gente nos encuentran es una alegría enorme”, sostiene Elía Soledad Monzón, esposa de Huver Irigaray.

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