Sin filtro y con lágrimas

Felix Peyre
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Era niña y sabía de memoria letras de tango, disciplina que abrazó de la mano de sus tíos. Estudió arquitectura y en la adultez se afianzó su amor tanguero. Tenía sed de tangos y fue en su búsqueda a la peña del Negro Laporta. En una fiesta cumpleañera un guitarrista descubrió sus condiciones. Se capacitó, se expuso al público y recibió su estimulante caricia.

El estudio de arquitectura interrumpe su ritmo. Mañana de sábado en la inestable primavera 2018. Mate por medio, Graciela Arrua (55) expone sus miradas sobre sus dos pasiones dominantes, la arquitectura y el tango, sin dejar de lado aristas de su vida que calaron hondo.
Al hablar de la niñez, recuerda su paso por el Jardín de Infantes 908, la escuela Sarmiento, una etapa intermedia en la escuela rural 53, adonde su madre la llevó junto con su hermano, el comercial en el Colegio Nacional y el egreso en 1988. “Después -remarca- me fui a estudiar a Buenos Aires con toda una historia revuelta, porque no terminé la carrera de arquitectura en tiempo y forma, la dejé cuando nació mi hija mayor y la retomé después de 25 años y la terminé a los 48 años”.

Aflora su profunda sensibilidad y sus ojos humedecen. “Me decidí a terminarla en la UBA, de a poco empecé de nuevo, viajando, tenía una hija estudiando, otra acá, en ese momento también me divorcié. Todo era complicado pero lo logré”.

“Era una asignatura pendiente. Dejé en el año 87 y en el 2005 me encontré con una facultad totalmente diferente. Un abismo, por todo, por la tecnología, pero todo me sirvió. Medio me rejuveneció estar con gente joven, de la edad de mis hijas, con tecnologías y desafíos nuevos. Fue una experiencia que me encantó, renové la vocación de los 18 años. La arquitectura es una pasión como el tango. Me recibí y estoy trabajando bien”.

Extiende su mano con un exquisito mate, seca una lágrima con intención de invadir la mejilla y afirma: “Lograrlo fue muy satisfactorio y feliz. Me siento privilegiada que tengo laburo, hago lo que me gusta”.

DOS PASIONES

Y sus apetencias abrazan dos pasiones que se complementan y se entremezclan, la arquitectura y el tango. “La arquitectura es arte, -sostiene-, representa la cultura de cada pueblo. La Argentina tiene una arquitectura impresionante, Buenos Aires es impresionante y el tango es su música”.

“Cuando me recibo tuve que dar una materia libre y armar un trabajo sobre un museo, el Xul Solar, de Buenos Aires. Cuando lo estaba terminando, dije que si le pusiera música a ese lugar le pondría música de Piazzola. El profesor me pregunta ¿qué pondría de Piazzola?. “Invierno porteño” le dije y me puso un diez. Por eso sostengo que todo está vinculado”.

Ahora el primer vínculo con la música ciudadana tiene una connotación familiar muy especial. “El tango llega a mi vida desde muy chiquita, por mis tíos, María Luisa Arrua y Juan Carlos Davín. Iba con ellos a todos lados. Fue mi primer vínculo y me sabía letras de memoria.

Cuando viví en Buenos Aires no me acerqué a ningún lugar tanguero, cuando regreso a Pehuajó empecé a cantar en el coro de Martín Diaz, en el centro vasco. Y siempre iba a todo lo que tenía que ver con el arte en general y la música en particular”.

No fue un deslumbramiento en plena juventud. “Mi amor por el tango empezó a florecer, a los 37 años más o menos. Empecé a buscar dónde cantar tangos. Era amiga del hijo de Debórtoli y con el padre me invitan ir a la peña de Laporta. Soy corajuda, atrevida, y fui. Pero yo quería aprender y un día me encuentro con Marta Greig, estaba con Horacio Páez en guitarra y cantaba una chica muy jovencita, Marina Terrón, cuando terminaron pregunté dónde encontrarlos”.

Y las cartas estaban echadas. “Empecé un verano, en 1998. Le toco timbre a Marta con una partitura, sale en malla y me dice ¿qué querés querida?. Quiero que me enseñes a cantar tangos. Le entrego la partitura, la pone en el piano y empiezo a cantar. Me mira… y desde ese momento no nos separamos más”.

La relación se afianzó y se proyectó en el tiempo. “Marta me mostró otras cosas, otra vida y fue una gran empatía con ella y Horacio y empezamos a movernos y hacer. Busqué partituras un poco relativas a lo que uno sentía en ese momento de la vida. Después tomé clases con María José Demare que la encontré en Homero, pues cada vez que iba a Buenos Aires me iba a ver espectáculos. Toda una perspectiva diferente. Tomé clases de interpretación y me marcó al decirme “Si vos no lo sentís en las entrañas, no lo podes sacar, transmitir”. A partir de ese momento cantó desde ese lugar, de cosas que me pasan”.


CONTACTO CON EL PÚBLICO

Sin duda es un momento muy significativo en la vida de quien elige transitar por los caminos del arte. Como dijo comenzó con Marta Greig y Horacio Páez, pero tuvo otras incursiones en el ámbito escénico. “Siempre inquieta, vasca y testaruda, había participado en el TIP, con Oscar Pérez, en lo referido a escenografía, porque me gusta todo lo que es antes del escenario, la cocina, la producción, las búsquedas”, rememora a propósito de la aludida incursión.

Se relaciona con Walter Piazza, cultor empedernido del tango, y canta por primera vez con público. Ensayé y debuté ante público en el hall del teatro Español, donde organizaban algo como café tango. Ahí conocí a Carlos , Vidal que había ganado medalla de oro en los bonaerenses. Una vez canté con él “El día que me quieras”. Carlos un maestro y yo de todos aprendía”, acota y la emoción invade el ámbito del encuentro.

“En el año 2002 -agrega- se funda en Pehuajó la Academia del Tango, viene Horacio Ferrer y cantó en el Teatro. Y ahí comienza una movida con el tango, actuando en distintos lugares y eventos. Ya no estaba Marina Terrón, con quien -recuerda- competí en un pre Baradero, pasé yo y fue la única vez que intervine en algo competitivo, que no me da mucho placer”.

EL ESCENARIO TRANSFORMA
Y la manifestación del placer Graciela la percibe al cantar y al compartir con amigos que cultivan idénticas inquietudes. Afirma que “el escenario me da mucho placer, el día que no lo sienta, no canto más. Me gusta divertirme y compartir. Con Irma Baroni íbamos a cantarle a los abuelos al Hogar Sagrado Corazón. Todo tiene que ver con mis sentimientos, comercialmente no canté nunca, si bien nos han pagado en Cultura algunas veces, pero nunca fui a cantar por contrato a un lugar. Me encanta la gente que conocí en el escenario, desde Marta y Julio, Darío y Antonela, toda gente divina que cuando me invitan y puedo, voy”.

El balance es más que positivo. Lo transmite con sus gestos y la incontrolable emoción que prevaleció durante todo el diálogo. “Si, estoy satisfecha. Creo que en el escenario es donde más me suelto. En la vida real uno está más controlado, pero es escenario transforma, libera y lógicamente me causa nervios, pero siempre tengo que haber ensayado”.

La capacitación es prioritaria para Graciela porque detesta la improvisación. Actualmente, toma clases con el joven pianista Damián Sánchez. “Él me acompaña. Marta ya me perdonó porque la abandoné, pero nos juntamos a comer y a cantar.

Damián es muy joven, muy talentoso, me agrada esa mirada que tiene y que un chico de 27 años ame el tango. Y después está Kevin, profesor de canto, quien también me nutre y como me ha dicho José Boses, con quien también he cantado, siempre busca alguien que esté formado”.

Amalgama arquitectura y tango. Un deseo late en su corazón, aprender a bailar tango y grabar un CD con la participación de Marta Greig y Damián Sánchez como para dejar un testimonio de labor artística.

Y así será seguramente, como un día saldó su asignatura pendiente en la Facultad de Arquitectura, la morocha pehuajense con «Sangre de Tango», retornará a la gran urbe por ese u otro motivo, pues «Siempre se vuelve a Buenos Aires», para recargar pilas con «Corazón al Sur» y «Balada para un loco» y acaso con «Los pájaros perdidos”, «Afiches» o «Naranjo en flor», y porque sabe que nunca es «Tarde».

Con la nostalgia que la invade cuando habla «De mi barrio» rubricamos el encuentro. «Nada» la detiene y lucha por sus convicciones con una sensibilidad muy especial, claro que «Sin lágrimas» es imposible...



PING PONG

-¿Un deseo?: “Que haya más justicia”.
-¿Un recuerdo?: “Mi abuelo Scotton”.
-¿Una gratitud?: “La vida. Soy agradecido de todo, lo bueno y lo malo. De todo se aprende”.
-¿Una ingratitud?: “Me las olvidé”.
-¿Un ídolo?: “Frondizi”.
-¿Un libro?: “El último que leí, Carne, de Rosa Montero, escritora española”.
-¿Un rencor?: “No. No me hacen bien”.
-¿Un amor?: “Gustavo, con quien comparto la vida ahora. Y mis hijas”.
-¿La arquitectura?: “Mi vida misma”.
-¿El tango?: “Una pasión. Si se quiere, yo soy igual”.
-¿Una película?: “Pan y tulipanes, película italiana”.
-¿Pehuajó?: “Donde nací y adónde morir me siento”.
-¿María Mentana?: “Mi amiga y mi generosa maestra”.
-¿Graciela Arrua?: “Una mujer agradecida a la vida».


LA MANO DE JUAN
- «Era una reunión de amigos, en su quinta, y había un guitarrista, Juan Debia, que tocaba y acompañaba a unos que cantaban. Me le arrimo humildemente y le digo “Sr. qué lindo toca, a mi me encanta el tango”. “A ver, qué cantás”, me dice. Hace unos acordes y pruebo tímidamente. “Dale vení y cantá”, me dice. Me animé y cante “Como dos extraños” y “Los Mareados”. Si bien estaban todos muy alegres, me aplaudieron…
Durante un tiempo iba a la casa de Juan, muy talentoso, pero un día me cambió de ritmo y no seguí, fue cuando me fui a ver a Marta Greig».



APRENDIZAJE
- «Los talleres con María Rosa Mentana, Ahora somos reamigas, voy a Buenos aires y paro en su casa. Voy a verla, es un gran valor. Ella me enseñó que cuando se quiere sacar un tango, busca un referente para definir la entonación, por ejemplo elijo Goyeneche o Julio Zenko. Me encanta María Graña, pero tengo mis limitaciones, nunca estudie canto. He ido conociendo gente y toda me enriqueció».
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