Un criollo de pura cepa

Felix Peyre
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Cultor de costumbres y tradiciones bien argentinas. Desde niño las mamó en su seno familiar. Siempre junto al campo. Comenzó como mensual de estancia, hizo de todo un poco, pero hasta la actualidad es esquilador. Siempre apegado a las cosas nuestras. Jinete, verseador, bailarín, animador, recitador. Familiero y hombre de profunda fe. Cada mañana agradece a Dios la bendición de un nuevo amanecer. Aliado de la franqueza. No se tuerce y va por la vida con la frente alta.



Es media mañana. El sol ya se hace sentir en el patio de la casa. Martín Ortellado (77) nos recibe, junto a su esposa Olga y su hijo Carlos. Y un tanto alterado, por la visita desconocida, se suma Francisco, el loro que acompaña la familia, inquieto y vigilante de todos los movimientos. Mate amargo por medio, evocamos los años recorridos por este paisano, acérrimo defensor y cultor de las cosas nuestras.

Nacido en Carlos Salas, partido de Lincoln. ”Me vine cuando tenía 26 años. Éramos 16 hermanos”, dato más que elocuente. Familia numerosa y la necesidad de trabajar para sostenerla. “Fui a la escuela en Carlos Salas, hasta tercer año como era en ese tiempo. Después empecé a laburar a las 14 años y desde ahí no paré más. El primer laburo que hice fue como mensual de la Estancia San Elisa, a una legua y media de Pehuajó”.

HACER DE TODO
La tarea del mensual de estancia en aquellos tiempos tenía muchas facetas. “El mensual hace de todo un poco”, señala Martín, y agrega que en su primer trabajo “había un hombre de unos 50 años, era el encargado, que me enseñó muchas cosas. A mí me gustaba aprender las cosas del campo. Me fui haciendo y ahí estuve hasta los quince años. Cuando cumplí quince años me fui a trabajar a la máquina esquiladora con mi hermano. Era agarrador, tenía que agarrar la oveja y manearla, con un viejo de Timote, Manuel Delgado se llamaba”.

Y después de aprender y conocer todos los secretos del trabajo campesino, a los 16 años hubo una elección que lo marcaría para siempre. “Agarré la máquina para esquilar y no la dejé más. Llevo más de 60 años esquilando. Todos los años hago la campaña. Me encanta hacerlo. El año pasado, con una maquinita de dos peines, hice 1300 y pico de ovejas”, comenta satisfecho, feliz de poder hacer lo que realmente le gusta.

Un dato que corrobora su apego al trabajo de la esquila: “Cuando era empleado municipal, agarraba todas las vacaciones en el mes de octubre. Con esa condición entré a trabajar. Y que sea un mes, para irme a esquilar”.

EL MUNDO DE LAS JINETEADAS



Desde muy joven, Martín incursionó en el fascinante mundo de las jineteadas y doma de caballos. “Cuando volví de la colimba en Toay, me largué a andar en las domas. Cuando estuve en el servicio me sacaron a domar para el regimiento, hice tres meses de instrucción nomás, después me dediqué a la caballeriza. Domé para todo el regimiento y me dieron la primer baja como mejor soldado”, recuerda con legítimo orgullo, propio de tantos criollos que cumplieron con la patria haciendo honor a sus conocimientos y habilidades.

Se dio el gusto de montar hasta los 44 años. Hoy, suele asistir a jineteadas y más de una vez hizo palenquero o apadrinador. Su alejamiento de los campos de jineteadas se produjo cuanto entró a trabajar a la municipalidad. “Ya no podía andar toda la semana a caballo y ya no era lo mismo. Para jinetear tenés que andar todo el día a caballo. Y le dije a mi señora que iba a ir a la doma de Trenque Lauquen y que después no me subía más, pero que ese día me iba a traer un premio. Y fue así: me traje un tercer premio. Me retiré sin ningún golpe ni desmayo, sin quebraduras. Yo no sé lo que es que un caballo me quiebre un hueso”, remarca también con la natural ufanía que embarga al jinete cuando no contabiliza golpes ni caídas.

LAS COSAS GAUCHAS, UNA CONSTANTE
Martín no puede estar cruzado de brazos. Siempre activo, siempre sonriente, sin tener en cuenta las adversidades que como todo ser humano hay que afrontar en la vida. La campaña de esquila lo domina por tiempo, pero cuando ésta termina trabaja de alambrador. Jamás se alejó de las costumbres que honran la tradición. Ha estado ligado a las cosas gauchas en forma permanente. Jinete, protagonista en paseo de gauchos, improvisador de versos criollos, animador de jineteadas, malambista y bailarín de danzas argentinas. Si hasta tuvo una peña donde transmitía sus conocimientos. “Se llamaba ‘La refalosa’ y tuve 16 alumnos”, rememora.

“En todo he estado. Desfilaba, me gustaba andar desfilando, pero con los años ya me decían que me quede quieto. Anduve de animador en las jineteadas, entre otros con Aníbal Profumo, Alberto Socodato y el Nazareno Toldense”.

OBSERVADOR, VERSEADOR Y CREYENTE



“Lo que no tengo es facilidad para escribir pero capaz que voy por la calle y veo algo y le hago una estrofa, un verso, pero después me olvido”, comenta sonriente, mientras su mirada se fija en una las tantas imágenes religiosas que ornamentan el comedor, al tiempo que remarca: “Tengo mucha fe en Dios y en Pancho Sierra”.

A propósito, Olga Martínez, su esposa, interviene y afirma: “Él no hay día que se levante y no me diga ¡gracias a Dios he amanecido bien! o ¡hasta mañana si Dios quiere!”.

AGRADECIDO A LA VIDA
Habría mucho para agregar, pero en forma sintética pretendemos reflejar la linda vida de este criollo, personaje querible, entrador, sincero y de mano extendida para dar una mano, para hacer una gauchada. Enamorado de las nobles cosas de nuestro campo. Reconocido y satisfecho, junto a Olga, con quien ya lleva 50 años de unión matrimonial, y sus hijos Adriana, Carlos Roberto y Leonardo Martín, este último heredero y cultor de sus costumbres.

Termina la charla, disfrutamos un último amargo y Martín Ortellado, fiel a su manera de decir y sentir, nos despide: “Muchas gracias. Soy agradecido de la vida. Y siempre lo comento porque ha de ser una de las pocas gente, como a todos nos golpea la vida, pero la he sabido llevar. La vida me enseñó a ser franco, a hablar las cosas como corresponden, y me voy a morir sin ningún enemigo. Ando siempre con la cabeza levantada, a mí nadie me va a tapar la cara”.

Nos vamos, reconfortados al comprobar que hay valores que siguen latentes. Que no se han torcido y que no se torcerán jamás mientras haya paisanos que los sustenten y los transmitan e inculquen. Y el último adiós fue para Francisco (loro ahora con nombre de Papa) que acompaña todas las horas de la familia Ortellado, con habladurías poco entendibles, con habilidades de destreza y gestos de pícara y sana ternura.

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