El anochecer

Felix Peyre
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Bienaventurados los hacedores de la paz porque ellos serán llamados hijos de Dios.

Un sol que se ha ido regala su oro a la tarde. La paz profunda brota de la tierra. Se la siente en cada pájaro que navega lento, remando hacia su nido que sólo a él atrae.

Una paz que parpadea en cada ruido que se apaga dejando su lugar a esos otros ruidos de la tarde. Los grillos se olvidaron de engrasar los ejes de su canto; y en su canto parece que respira la tarde entera.

¿Por qué esa paz no logra ganarse en mi alma? Porque verdaderamente me siento triste. Me siento extraño a todos esos seres que beben de la paz de la tarde.

Me siento lejos. Sí, lejos. Como si al terminar el día no hubiera hecho mis deberes de escuela. Como si no hubiera derecho a ese recreo de paz. ¿Sabés, Señor? como si me hubieras puesto en penitencia.

Siento que las cosas son mejores que yo. Pero son más niñas, más inconscientes. No tienen tantas cosas que hacer como yo. Ellas terminaron su día, y ahora entran en la paz. Todavía no van a la escuela; no tienen deberes sin hacer, ni sin terminar. A ellas no las llamás para preguntarles un montón de cosas como me preguntás a mí. A ellas las llevás en brazos a la paz de la noche, a medida que se van durmiendo: como a los chicos. Conmigo empezás un diálogo. Un viejo diálogo. Por ello no gozo la paz. Siento que estoy despierto con vos, mientras las cosas duermen. Y es entonces cuando me siento con los deberes a medias: sin terminar.

Me siento lejos; muy lejos de mi niñez. Sobre todo en esta hora de la tarde.

Te dije que no gozo la paz. Pero la siento. Te siento cerca, que no te interesan tanto mis deberes sin hacer, cuanto yo mismo. Te siento a vos mismo, como si cansado de tu función durante el día como maestro, quisieras ahora buscar mi amistad.

A esta hora de la tarde te siento también a vos cansado, Señor. también vos buscás al paz. Pero para poder gozarla, necesitás construirla. Y me invitás a mí a que te acompañe a construir la paz de la noche, mientras a mi lado en la noche mis hermanitas, las cosas niñas, duermen con su respiración de grillos.

Una Luna overa viene gateando el cielo lentamente, hacia un nidito de estrellas que tiemblan en su constelación.

¡Señor de los grillos y las estrellas! ¿Qué te puede interesar mi mendrugo de paz, que venía a compartirlo? ¿Qué es el hombre, entre tus cosas niñas, para que te fijes en él y lo invites a compartir tu cansancio y tu responsabilidad de velar por la paz?

Como un hijo mayor, voy junto a vos con los ojos dilatados, noche adentro. Cuando despunte el alba: ¿descansaremos?

Mamerto Menapace, publicado en La sal de la tierra, Editorial Patria Grande.

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